sábado, 29 de junio de 2013

ALTERIDAD

Alteridad (del latín alter: el “otro” de entre dos términos, considerado desde la posición del “uno”, es decir, del yo) es el principio filosófico de “alternar” o cambiar la propia perspectiva por la del “otro”, considerando y teniendo en cuenta el punto de vista, la concepción del mundo, los intereses, la ideología del otro; y no dando por supuesto que la “de uno” es la única posible.

En el Sofista (258 b) elabora Platón un sutil pensamiento en torno a la categoría de alteridad (heterotes), donde el no-ser deja de ser la nada o el no-ser absoluto, lo contrario o enemigo del ser (ouk enantíon ekeíno semaínousa), y pasa a ser lo otro del ser, lo diferente de él (mónon héteron ekeínou), haciendo así de alguna manera que el no-ser sea y que todos los entes, en cuanto realidades distintas a todas las otras, participen de lo otro, de la alteridad, de la diferencia. 

Sin embargo, cuando el mismo Platón tiene que habérselas en concreto con los otros humanos distintos a los griegos, es decir, con los extranjeros (a todos los cuales, especialmente a los persas, denomina >bárbaros conforme al verbo barbará, que designa lo inculto e ininteligible, por ende lo irracional y amenazante), no manifiesta sin embargo reparo alguno en postular la violencia y en promover la guerra contra ellos; y de este modo, en la República (373 d), justifica abiertamente la violencia bélica e incluso la anexión de los pueblos circunvecinos alegando razones económicas, a saber, la obtención de pasto y aperos suficientes, e incluso, en el Menexeno (239 b), llega a exaltar la guerra contra los mismos griegos por causa de la libertad de estos y contra los persas o bárbaros por causa de todos los griegos.

Así que el gran Platón no se privó de reforzar la idea helénica de que extranjero terminara siendo sinónimo de inhumano, y eso por no hablar, claro está, de la opinión que le merecen a Platón los esclavos. Nada extrañará que el cultísimo Cicerón, en su Actio in Verrem (2, 3, 9-23), llegara a utilizar el término bárbaro como sinónimo de monstruoso y cruel. Y el famoso > derecho romano tampoco se queda atrás en su arte de impartir iustitia: las Pandectas (28, 5 y 6) de Justiniano llegan a describir al extranjero como aquel a quien se le niega el pan y el agua (peregrinus fit is cui aqua et igni interdictum est).

Aterra pensar en el origen del derecho de que tanto se presume, cuando sus fundamentos vienen tan torcidos, y cuando los juristas continúan, todavía hoy, sin querer sacar la cabeza por encima del código surgido al calor de la costumbre y se reducen a la condición de burócratas codicilistas, como resulta por desgracia demasiado frecuente. 

A partir de entonces, hasta hoy, la humanidad, máquina de impartir sumo derecho y suma injuria, no ha cesado en nuestros días de barbarizar ni, por ende, de excluir/recluir; y eso para no hablar tampoco de los infiernos a jurídicos omnipresentes, tales como Auschwitz, Bosnia, Ruanda, etc.

  •       LA MALA CARA DE LA ALTERIDAD: IDENTIDAD DESIDENTIFICADORA Y DIFERENCIA INDIFERENCIADORA.
Por el primero, cuando la alteridad se entiende como alteración, cuando lo ajeno es visto como enajenación, cuando la diferencia es contemplada cual deficiencia, entonces la deficiencia propicia xenofobia y victimación, en la medida en que buscando afirmar el yo se niega al tú a fin de apropiarse de él, según el frenético mecanismo de mímesis de apropiación: a partir de dicho momento los antagonistas aparecen como dos manos que tienden al mismo sitio, no pudiendo menos de enfrentarse. 

A la base de este mecanismo se encuentra una terrible propensión, a saber, el deseo mimético que es deseo del otro, o incluso deseo del deseo del otro: < Es siempre el escándalo el que llama a la desmitificación, y la desmitificación, lejos de poner fin al escándalo, lo propaga por todas partes y lo universaliza. Toda cultura contemporánea consiste precisamente en eso».

Por el segundo torcido entendimiento de la alteridad, y junto al anteriormente citado mecanismo mimético, se encuentra otro mecanismo que me lleva a habitar en la inhóspita (sin huésped) diferencia bajo formato de indiferencia y, por ende, a vivir la diferencia como in-diferencia: ciertamente no podría negarse que existan los demás, reconozco incluso que son distintos a mí, pero, precisamente porque lo son, inhibo del todo mi preocupación respecto de su personal alteridad; en consecuencia, sólo otro rostro como el mío me interesaría, mas, no habiéndolo, me recluyo en mi individualidad separada. 

Es así como el otro deviene para mí lo anónimo, lo sin nombre, lo innominado, lo innombrado e innombrable, el no ser indiferenciado y, por tanto, una presa fácil para descargar sobre ella los golpes: ¿quién no lo sabe?
  •  EL ROSTRO TENSO DE LA ALTERIDAD.
Ahora bien, una cosa es la denuncia que terminamos de hacer de los mecanismos en donde se maltrata la alteridad (lo que hemos denominado mala cara de la misma), y otra cosa muy distinta la ignorancia de las dificultades inherentes a la convivencia con la alteridad, ya sea con la alteridad que inhabita en el complejo interior de cada uno de nosotros, ya sea con la alteridad de las demás personas de nuestro entorno, a su vez tan complejas como nosotros mismos; dificultades que ocasionalmente pueden llegar a producirnos un gran sufrimiento. 

Aseguraba Freud que el sufrimiento nos amenaza por tres flancos: el del propio cuerpo, el del mundo exterior, y el de las relaciones humanas. 

Según el psiquiatra vienés, ante los dos primeros flancos, el de la finitud caduca de nuestro propio cuerpo y el de la magnitud omniabarcante del cosmos exterior, poco podemos hacer, a no ser reconocerles con el contrapunto de nuestra expresión de finitud. 

Sin embargo podríamos eliminar el sufrimiento derivado de las relaciones humanas, regulándolas en la familia, en la sociedad, y en el Estado. 

De todos modos, también esta hipotética regulación parécele a Freud llamada a frustrarse, pues -siendo el hombre un animal no sólo natural sino además cultural- la necesidad de vivir en sociedad exige de él la ineludible renuncia a la satisfacción de los instintos y su correspondiente sublimación, ocasionando de tal modo una inevitable frustración cultural que le resulta inherente a toda vida societaria. 

¿Cómo iba a ser de otro modo, se pregunta Freud, si la libido y la agresividad instintiva de que dispone el yo para la satisfacción directa del instinto sexual es desviada de sus fines naturales y sublimada en el trabajo y en la creación cultural, necesarias a la vida societaria?

Por si eso fuera poco, la sociedad controla al individuo, al originar en su interior el sentimiento de culpabilidad ligado al super-yo, a través de la conciencia moral, que introyecta la agresividad y la vuelve contra el propio ego. 

De este modo, lo que al principio comenzó siendo renuncia a los instintos por miedo a la agresión de la autoridad exterior, termina instaurándose imperiosamente mediante la autoridad interior de la conciencia moral que mantiene controlados los instintos mediante el sentimiento de culpa. 

Consecuentemente toda convivencia con la alteridad genera malestar y resulta frustrante en diverso grado, porque al fin y al cabo -la mayor parte de las veces-, diciendo buscar el rostro del otro sólo trataríamos de encontrar el eco de la propia filautía: «De Stendhal a Proust, el héroe enamorado experimenta una pasión que, dando la razón a Spinoza, describe mucho más evidentemente el estado de su propia subjetividad que a ese prójimo al que pretende, sin embargo, amar hasta el punto de sacrificar y engullir todo en ello. 

La pasión nace del deseo, de la imaginación, de la timidez, de la admiración, de la audacia de aquel que ama; crece tanto más cuanto su objeto permanece lejano, indisponible, ausente, no aparece.

A la recíproca, la pasión cesa tan pronto como su objeto se vuelve por primera vez visible como tal: cuando ella se muestra o se ofrece al fin, el principio de realidad que pone en práctica desactiva una pasión que, precisamente, se alimentaba de su sola irrealidad Reconocer esas dificultades significa reconocer el rostro tenso de la realidad relacional.
  •    LA ALTERIDAD CON ROSTRO HUMANO:
En el principio fue la realidad relacionada,el individuo aislado preciso para la formación de la pareja, o la pareja relacionada a partir de la cual surgiría el individuo; sea como fuere, y sin pretender entrar en el asunto, hoy tan insoluble como apasionante, del supuesto origen humano a partir de la Venus mitocondrial, el caso es que una vez concebidas las personas  ahí ya entonces realidades relacionales: de la relación han venido, de la relación vienen, a la relación van.

Hay >persona porque hay >relación (aunque sea relación no consciente); hay relación porque hay persona (aunque sea persona no consciente). 

La relación es un >entre, un diá-logo constituyente desde el principio hasta el final: «La índole peculiar del nosotros se manifiesta porque, en sus miembros, existe o surge de tiempo en tiempo una relación esencial; es decir, que en el nosotros rige la inmediatez óntica que constituye el supuesto decisivo de la relación yo-tú. El nosotros encierra el tú potencial. 

Sólo hombres capaces de hablarse realmente de tú pueden decir verdaderamente de sí nosotros»3. 

Cuando en el entre relacional la personalización vence sobre la cosificación es cuando se produce (por así decirlo con M. Buber) el roce con la eternidad, la comunificación perfecta, nada menos que el nosotros verdadero. Y en caso contrario, acaece el nosotros falso, el nos-otros perverso.
  • RELACIÓN: COMUNICACIÓN, ENCUENTRO.
En resumen, no busque nadie la humanidad en el egocentrismo, en el aislacionismo, en el solipsismo, sino la identidad a través de la alteridad, la identidad en la alterificación (en el hacerse alter), el yo en el tú de la relación diádica (M. Nédoncelle), o el yo en el ,'yo-y-tú (M. Buber). 

En esa dialéctica, donde el ipse es idem a través del alter, el uni-verso se hace multi-verso, vocación renacentista de convivio cósmico.

Desvivirse interrelacionándose es lo que, por paradoja, constituye al desinterés en algo real y verdaderamente interesante. 

Ahora bien, conviene considerar que el modo de ejercicio de la pasividad no es, en absoluto, el de la mera inacción, sino, muy por el contrario, el apasionamiento combatiente y compasivo que se ejerce en la com-pasión, en la mística activa; de tal modo que el comparecer deviene ahora compadecer, se muestra como un desde «ahora mismo» según afirma Lévinas, un ahora que acoge y sostiene . 

Todo lo cual -donación sin reducción- supone una novedad tan radical en el orden sapiencial, que su ejercicio constituiría la más grande de las revoluciones de que pudiera darse noticia. 

Así que, si el personalismo comunitario no existiera, habría que inventarlo, en lugar de desaprenderlo, siguiendo la vía de los ilustrados que en el mundo han sido. 

Es el rostro del otro desprotegido el que me convierte en su rehén: «Esa realidad sobre la cual yo no tengo ningún dominio es una piel que no está protegida por nada. Desnudez que rechaza todo atributo y que no viste ningún ropaje. Es la parte más inaccesible del cuerpo y la más vulnerable. Trasparencia y pobreza. 

 La responsabilidad respecto del otro precede a la contemplación. 

El encuentro inicial es ético, el aspecto estético viene después.

Frente a este amor que arranca de la esencia, de lo universal, está el otro, el que surge del suceso, es decir, de lo más singular de todo lo que hay. 

Este singular camina paso a paso de un singular al próximo singular, de un prójimo al próximo prójimo, y renuncia al amor al lejano antes de que pueda ser amor al prójimo. 

Así, el concepto de orden de este mundo no es lo universal, , ni la unidad natural ni la histórica, sino lo particular, el acontecimiento, no comienzo o fin, sino centro del mundo. 

Tanto desde el comienzo como desde el fin del mundo es infinito; desde el comienzo, infinito en el espacio; hacia el fin, infinito en el tiempo. 

Sólo desde el centro aparece en el mundo ilimitado un limitado hogar, un palmo de tierra entre cuatro clavijas de tienda de campaña que pueden ir fijándose siempre más y más allá. 

Sólo vistos desde aquí, el principio y el fin se convierten, de conceptos-límite de la infinitud, en mojones de nuestra posesión del mundo; el comienzo en creación, el fin en redención»


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