Alteridad (del latín alter: el “otro” de entre dos términos,
considerado desde la posición del “uno”, es decir, del yo) es el principio
filosófico de “alternar” o cambiar la propia perspectiva por la del “otro”,
considerando y teniendo en cuenta el punto de vista, la concepción del mundo,
los intereses, la ideología del otro; y no dando por supuesto que la “de uno”
es la única posible.
En el Sofista (258 b) elabora Platón un sutil pensamiento en
torno a la categoría de alteridad (heterotes), donde el no-ser deja de ser la
nada o el no-ser absoluto, lo contrario o enemigo del ser (ouk enantíon ekeíno
semaínousa), y pasa a ser lo otro del ser, lo diferente de él (mónon héteron
ekeínou), haciendo así de alguna manera que el no-ser sea y que todos los
entes, en cuanto realidades distintas a todas las otras, participen de lo otro,
de la alteridad, de la diferencia.
Sin embargo, cuando el mismo Platón tiene
que habérselas en concreto con los otros humanos distintos a los griegos, es
decir, con los extranjeros (a todos los cuales, especialmente a los persas,
denomina >bárbaros conforme al verbo barbará, que designa lo inculto e
ininteligible, por ende lo irracional y amenazante), no manifiesta sin embargo
reparo alguno en postular la violencia y en promover la guerra contra ellos; y
de este modo, en la República (373 d), justifica abiertamente la violencia
bélica e incluso la anexión de los pueblos circunvecinos alegando razones
económicas, a saber, la obtención de pasto y aperos suficientes, e incluso, en
el Menexeno (239 b), llega a exaltar la guerra contra los mismos griegos por
causa de la libertad de estos y contra los persas o bárbaros por causa de todos
los griegos.
Así que el gran Platón no se privó de reforzar la idea
helénica de que extranjero terminara siendo sinónimo de inhumano, y eso por no
hablar, claro está, de la opinión que le merecen a Platón los esclavos. Nada
extrañará que el cultísimo Cicerón, en su Actio in Verrem (2, 3, 9-23), llegara
a utilizar el término bárbaro como sinónimo de monstruoso y cruel. Y el famoso
> derecho romano tampoco se queda atrás en su arte de impartir iustitia: las
Pandectas (28, 5 y 6) de Justiniano llegan a describir al extranjero como aquel
a quien se le niega el pan y el agua (peregrinus fit is cui aqua et igni
interdictum est).
Aterra pensar en el origen del derecho de que tanto se
presume, cuando sus fundamentos vienen tan torcidos, y cuando los juristas
continúan, todavía hoy, sin querer sacar la cabeza por encima del código
surgido al calor de la costumbre y se reducen a la condición de burócratas
codicilistas, como resulta por desgracia demasiado frecuente.
A partir de entonces, hasta hoy, la humanidad, máquina de impartir
sumo derecho y suma injuria, no ha cesado en nuestros días de barbarizar ni,
por ende, de excluir/recluir; y eso para no hablar tampoco de los infiernos
a jurídicos omnipresentes, tales como Auschwitz, Bosnia, Ruanda, etc.
- LA MALA CARA DE LA ALTERIDAD: IDENTIDAD DESIDENTIFICADORA Y DIFERENCIA INDIFERENCIADORA.
Por
el primero, cuando la alteridad se entiende como alteración, cuando lo ajeno es
visto como enajenación, cuando la diferencia es contemplada cual deficiencia,
entonces la deficiencia propicia xenofobia y victimación, en la medida en que
buscando afirmar el yo se niega al tú a fin de apropiarse de él, según el
frenético mecanismo de mímesis de apropiación: a partir de dicho momento los
antagonistas aparecen
como dos manos que tienden al mismo sitio, no pudiendo menos de enfrentarse.
A
la base de este mecanismo se encuentra una terrible propensión, a saber, el
deseo mimético que es deseo del otro, o incluso deseo del deseo del otro: <
Es siempre el escándalo el que llama a la desmitificación, y la
desmitificación, lejos de poner fin al escándalo, lo propaga por todas partes y
lo universaliza. Toda cultura contemporánea consiste precisamente en eso».
Por el
segundo torcido entendimiento de la alteridad, y junto al anteriormente citado
mecanismo mimético, se encuentra otro mecanismo que me lleva a habitar en la
inhóspita (sin huésped) diferencia bajo formato de indiferencia y, por ende, a
vivir la diferencia como in-diferencia: ciertamente no podría negarse que
existan los demás, reconozco incluso que son distintos a mí, pero, precisamente
porque lo son, inhibo del todo mi preocupación respecto de su personal
alteridad; en consecuencia, sólo otro rostro como el mío me interesaría, mas,
no habiéndolo, me recluyo en mi individualidad separada.
Es así como el otro
deviene para mí lo anónimo, lo sin nombre, lo innominado, lo innombrado e
innombrable, el no ser indiferenciado y, por tanto, una presa fácil para
descargar sobre ella los golpes: ¿quién no lo sabe?
- EL ROSTRO TENSO DE LA ALTERIDAD.
Aseguraba Freud que el sufrimiento nos amenaza
por tres flancos: el del propio cuerpo, el del mundo exterior, y el de las
relaciones humanas.
Según el psiquiatra vienés, ante los dos primeros flancos,
el de la finitud caduca de nuestro propio cuerpo y el de la magnitud
omniabarcante del cosmos exterior, poco podemos hacer, a no ser reconocerles
con el contrapunto de nuestra expresión de finitud.
Sin embargo podríamos
eliminar el sufrimiento derivado de las relaciones humanas, regulándolas en la
familia, en la sociedad, y en el Estado.
De todos modos, también esta
hipotética regulación parécele a Freud llamada a frustrarse, pues -siendo el
hombre un animal no sólo natural sino además cultural- la necesidad de vivir en
sociedad exige de él la ineludible renuncia a la satisfacción de los instintos
y su correspondiente sublimación, ocasionando de tal modo una inevitable
frustración cultural que le resulta inherente a toda vida societaria.
¿Cómo iba
a ser de otro modo, se pregunta Freud, si la libido y la agresividad instintiva
de que dispone el yo para la satisfacción directa del instinto sexual es
desviada de sus fines naturales y sublimada en el trabajo y en la creación
cultural, necesarias a la vida societaria?
Por si eso fuera poco, la sociedad controla al individuo, al originar en su interior el sentimiento de culpabilidad ligado al super-yo, a través de la conciencia moral, que introyecta la agresividad y la vuelve contra el propio ego.
De este modo, lo que al principio comenzó siendo renuncia a los instintos por miedo a la agresión de la autoridad exterior, termina instaurándose imperiosamente mediante la autoridad interior de la conciencia moral que mantiene controlados los instintos mediante el sentimiento de culpa.
Consecuentemente toda convivencia con la alteridad genera malestar y resulta frustrante en diverso grado, porque al fin y al cabo -la mayor parte de las veces-, diciendo buscar el rostro del otro sólo trataríamos de encontrar el eco de la propia filautía: «De Stendhal a Proust, el héroe enamorado experimenta una pasión que, dando la razón a Spinoza, describe mucho más evidentemente el estado de su propia subjetividad que a ese prójimo al que pretende, sin embargo, amar hasta el punto de sacrificar y engullir todo en ello.
La pasión nace del deseo, de la imaginación, de la timidez, de la admiración, de la audacia de aquel que ama; crece tanto más cuanto su objeto permanece lejano, indisponible, ausente, no aparece.
A la recíproca, la pasión cesa tan pronto como su objeto se vuelve por primera vez visible como tal: cuando ella se muestra o se ofrece al fin, el principio de realidad que pone en práctica desactiva una pasión que, precisamente, se alimentaba de su sola irrealidad Reconocer esas dificultades significa reconocer el rostro tenso de la realidad relacional.
- LA ALTERIDAD CON ROSTRO HUMANO:
Hay >persona porque hay >relación (aunque sea relación no
consciente); hay relación porque hay persona (aunque sea persona no
consciente).
La relación es un >entre, un diá-logo constituyente desde el
principio hasta el final: «La índole peculiar del nosotros se manifiesta
porque, en sus miembros, existe o surge de tiempo en tiempo una relación
esencial; es decir, que en el nosotros rige la inmediatez óntica que constituye
el supuesto decisivo de la relación yo-tú. El nosotros encierra el tú
potencial.
Sólo hombres capaces de hablarse realmente de tú pueden decir
verdaderamente de sí nosotros»3.
Cuando en el entre relacional la
personalización vence sobre la cosificación es cuando se produce (por así
decirlo con M. Buber) el roce con la eternidad, la comunificación perfecta,
nada menos que el nosotros verdadero. Y en caso contrario, acaece el nosotros
falso, el nos-otros perverso.
- RELACIÓN: COMUNICACIÓN, ENCUENTRO.
En resumen, no busque nadie la humanidad en el egocentrismo,
en el aislacionismo, en el solipsismo, sino la identidad a través de la
alteridad, la identidad en la alterificación (en el hacerse alter), el yo en el
tú de la relación diádica (M. Nédoncelle), o el yo en el ,'yo-y-tú (M. Buber).
En esa dialéctica, donde el ipse es idem a través del alter, el uni-verso se
hace multi-verso, vocación renacentista de convivio cósmico.
Desvivirse interrelacionándose es lo que, por paradoja,
constituye al desinterés en algo real y verdaderamente interesante.
Ahora bien,
conviene considerar que el modo de ejercicio de la pasividad no es, en
absoluto, el de la mera inacción, sino, muy por el contrario, el apasionamiento
combatiente y compasivo que se ejerce en la com-pasión, en la mística activa;
de tal modo que el comparecer deviene ahora compadecer, se muestra como un
desde «ahora mismo» según afirma Lévinas, un ahora que acoge y sostiene .
Todo lo cual -donación sin reducción- supone una novedad tan
radical en el orden sapiencial, que su ejercicio constituiría la más grande de
las revoluciones de que pudiera darse noticia.
Así que, si el personalismo
comunitario no existiera, habría que inventarlo, en lugar de desaprenderlo,
siguiendo la vía de los ilustrados que en el mundo han sido.
Es el rostro del
otro desprotegido el que me convierte en su rehén: «Esa realidad sobre la cual
yo no tengo ningún dominio es una piel que no está protegida por nada. Desnudez
que rechaza todo atributo y que no viste ningún ropaje. Es la parte más
inaccesible del cuerpo y la más vulnerable. Trasparencia y pobreza.
La responsabilidad
respecto del otro precede a la contemplación.
El encuentro inicial es ético, el
aspecto estético viene después.
Frente a este amor que arranca de la esencia, de lo
universal, está el otro, el que surge del suceso, es decir, de lo más singular
de todo lo que hay.
Este singular camina paso a paso de un singular al próximo
singular, de un prójimo al próximo prójimo, y renuncia al amor al lejano antes
de que pueda ser amor al prójimo.
Así, el concepto de orden de este mundo no es
lo universal, , ni la unidad natural ni la histórica,
sino lo particular, el acontecimiento, no comienzo o fin, sino centro del
mundo.
Tanto desde el comienzo como desde el fin del mundo es infinito; desde
el comienzo, infinito en el espacio; hacia el fin, infinito en el tiempo.
Sólo
desde el centro aparece en el mundo ilimitado un limitado hogar, un palmo de
tierra entre cuatro clavijas de tienda de campaña que pueden ir fijándose
siempre más y más allá.
Sólo vistos desde aquí, el principio y el fin se
convierten, de conceptos-límite de la infinitud, en mojones de nuestra posesión
del mundo; el comienzo en creación, el fin en redención»
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